jueves, abril 18, 2013

La operación Chrome Dome y sus Flechas Rotas (y II)

Con tres accidentes muy graves en los registros, puede resultar extraño que la Operación Chrome Dome continuara adelante. Sin embargo, no existía en ese momento ninguna otra opción, por lo que los militares estadounidenses parecen haber pasado por alto la cuestión central: tres aviones se habían estrellado, causando bajas materiales y humanas, quedando cerca de producir catástrofes nucleares de gran intensidad. Tanta era la locura de la época.

Lamentablemente, la locura todavía tenía que cobrarse dos Flechas Rotas más. En ambos casos, los resultados no serían tan "afortunados".


1966: el accidente de Palomares
El primero de los mayores accidentes de Chrome Dome tuvo lugar en una pequeña región española, tradicionalmente tranquila y próspera. Lamentablemente para los ciudadanos del pueblo pesquero de Palomares, España mantenía una base militar que era utilizada por EEUU para asistir en la operación nuclear. El 17 de enero de 1966, despegó de esta base un avión cisterna KC-135. Su misión era abastecer a un B-52 que había volado de Carolina del Norte, había recorrido el Mediterráneo (repostando entonces en el aire, también cerca de España) y ahora necesitaba combustible para regresar a EEUU.

Sin embargo, un problema con la maniobra de aprovisionamiento terminó en la peor de las catástrofes. A las 10:30 de ese 17 de enero, mientras el tanquero y el bombardero volaban justo por debajo de los 10.000 metros, hubo un error fatal de procedimiento. Según declaraciones del piloto del B-52, ellos se acercaron demasiado rápido a la sonda de reabastecimiento. Concientes de la situación, esperaron una corrección del curso por parte del operador de dicha sonda. Como los pilotos no pueden ver claramente, debido a su ángulo de visión, si la sonda está demasiado cerca del fuselaje, deben confiar en este tripulante del tanquero, quien vigila la aproximación y da la alarma inmediatamente si existe un riesgo de colisión.

Como no fueron advertidos por el operador de la sonda, los pilotos continuaron la aproximación, confiados en haber corregido el error. Rápidamente descubrieron su error: la sonda de reabastecimiento golpeó fuertemente el fuselaje del B-52, rompiendo parte del mismo y arrancando de cuajo el ala izquierda. El combustible del tanquero se encendió instantáneamente, provocando además una explosión tan monumental que fue vista por otro B-52 que volaba a kilómetro y medio de distancia. Esto provocó la muerte inmediata de los cuatro tripulantes del KC-135.

La situación en el bombardero también fue catastrófica. Dos tripulantes quedaron atrapados en la parte superior del fuselaje, donde golpeó la sonda, por lo que no pudieron eyectarse. El tercero logró hacerlo, pero su paracaídas falló. Los cuatro restantes pudieron eyectarse, aterrizando algunos en el mar, donde fueron rescatados por pesqueros locales.

Por otra parte, el avión y las bombas de hidrógeno que llevaba en su bahía de armas cayeron cerca de la villa pesquera de Palomares, en Andalucía. Tres de las cuatro bombas fueron encontradas en tierra a menos de un día del accidente, pero en muy malas condiciones. En donde ellas, el material explosivo convencional había estallado durante el impacto, diseminando material radioactivo en una ampla zona. La tercera fue ubicada, intacta, en el cauce de un río.

Una de las bombas recuperadas, bastante intacta.
Si bien la destrucción parcial de las dos primeras ya era mala noticia, éstas terminaron siendo mayores. La cuarta bomba de hidrógeno no aparecía por ninguna parte. De ella solamente se encontró parte del sistema del paracaídas, lo que le hizo suponer a los investigadores militares estadounidenses que el mecanismo se había disparado y que los vientos costeros habían llevado la bomba al mar. Teniendo en cuenta que uno de los pescadores que habían rescatado a los tripulantes decía haber visto caer la bomba en el mar, se solicitó su ayuda para encontrarla.

Como si las noticias malas no fueran pocas, se fueron sumando otras. La bomba era escurridiza; luego de una intensa búsqueda con una gran cantidad de buques y buzos, se la localizó en una área no cartografiada, a casi 800 metros de profundidad, en un cañón submarino con una pendiente de 70º. Tomó 80 días y una enorme cantidad de personal y aparatos el localizarla. Una vez más, mala suerte: cuando la US Navy intentó recuperarla, el minisubmarino tripulado que la estaba rescatando la perdió el día 17 de marzo.

El mismo minisubmarino la relocalizó el día 2 de abril, ahora a casi 900 metros de profundidad. Cinco días más tarde, un vehículo de recuperación de torpedos, no tripulado, quedó enredado en el paracaídas de la bomba, que todavía estaba adherido a ella, mientras trataba de recuperarla. Pudieron perderla para siempre si algo fallaba de nuevo, se decidió izar al vehículo y a la bomba al mismo tiempo, hasta una profundidad de 30 metros, en la cual los buzos pudieran asegurarla con cables.

Así terminó parte de la pesadilla, pero la otra seguía. Las dos bombas cuyos explosivos habían detonado había dispersado material radioactivo en una gran nube, algo que empeoraba por la presencia de fuertes vientos en la zona. Se estimaba que una zona de 2 kilómetros cuadrados había sido contaminada, incluyendo áreas residenciales, de cultivo y bosques. Esto alarmó mucho a toda España, pero principalmente a los habitantes de la región, que veían peligrar sus vidas, además de sus fuentes de trabajo. En un desesperado intento por demostrar que todo estaba bien, el 8 de marzo el Ministro de Información y Turismo español, acompañado por el Embajador de EEUU, se bañaron en playas cercanas. A pesar de la publicidad que esto trajo, nadie dejaba de pensar en el material radioactivo dispersado en la atmósfera.

Las repercusiones diplomáticas y militares no tardaron en llegar. Cuatro días después del accidente, el gobierno español denegó permiso a los aviones de la OTAN para sobrevolar territorio español si partían o llegaban desde Gibraltar. El 25 de enero, EEUU anunció que ya no volaría misiones con armamento nuclear sobre España, mientras que cuatro días más tarde este gobierno simplemente prohibió dicha actividad. Esto hizo, a su vez, que otras naciones restringieran de alguna manera las operaciones estadounidenses en sus cielos, o al menos revisaran sus procedimientos, para evitar este tipo de situaciones.

Sin embargo, no todo terminó allí. Durante décadas, el accidente sobre Palomares fue una tremenda catástrofe de relaciones exteriores para EEUU. Este país inyectó mucho dinero y personal en la búsqueda de las bombas y en la descontaminación del área afectada; sin embargo esta sigue exhibiendo rastros de material radioactivo que podrían ser de gran nocividad. Incluso ahora el gobierno de España sigue reclamando al gobierno de EEUU que termine las tareas de limpieza, ya que hay áreas y grandes volúmenes de suelo que no han sido tratados, a pesar de que se conoce su peligrosidad.


1968: el accidente en la base aérea Thule
A pesar de la gravedad del incidente de Palomares, no se trató del peor de los que trajo consigo la operación Chrome Dome. Incluso con la gravedad que supuso la caída de un bombardero nuclear cerca de un área poblada y la pérdida de dos bombas que derramaron material radioactivo, algo peor estaba por suceder.

El escenario sería la lejanísima base aérea de Thule, en Groenlandia, territorio danés que albergaba una base muy importante para la OTAN. En la misma existía un sistema de alerta temprana que le daba preciosos minutos a EEUU para preparar sus defensas ante el lanzamiento de misiles estratégicos soviéticos o el despegue de una flota de bombarderos.

La pista de aterrizaje de la Base Aérea Thule, en la actualidad.
Las instalaciones incluyen, además, avanzadísimos sistemas
de alerta radar.
La base era tan vital que por varios años, una misión similar a Chrome Dome (denominada Hard Head, Cabeza Dura) dispuso que un grupo de B-52 volara cerca del norte de la URSS, no sólo como posibles vectores de ataque, sino también para dar seguridad a Thule. Los bombarderos debían ejecutar una serie de pasadas sobre la base, a 11.000 metros, para asegurarse de que todo estuviera bien, tanto visual como radialmente. Esta vigilancia continua aseguraba que de ninguna manera la URSS pudiera deshabilitar un eslabón tan importante en el escudo defensivo de EEUU.

Sin embargo, luego del desastre de Palomares, en 1966, y teniendo en cuenta que el sistema de alerta temprana era ya totalmente operativo, las cosas fueron cambiando. Con la Guerra de Vietnam rugiendo cada vez más fuerte, y teniendo en cuenta que los misiles balísticos eran cada vez más eficientes, el Secretario de Defensa de EEUU, Robert McNamara, intentó anular completamente la operación Chrome Dome. Las máximas autoridades militares se opusieron, de manera que se logró un acuerdo intermedio: de los doce bombarderos que debían surcar el mundo constantemente, sólo quedarían cuatro. De estos, uno de ellos seguiría una ruta polar que permitiría monitorear el estado de la base de Thule.

Casi exactamente dos años después del desastre de Palomares, el 21 de enero de 1968, un B-52G tomó esta misión. Una simple acción desencadenó uno de los peores desastres nucleares que se puedan imaginar.

El B-52 era un avión gigantesco, que, si bien estaba presurizado y diseñado para vuelos a grandes alturas, no dejaba de tener ciertas incomodidades. En esas latitudes, solía haber bastante frío dentro del mismo, de manera que los tripulantes que no estaban de servicio hacían lo posible para no aburrirse y mantenerse calientes. Fue por eso que el tercer piloto, mientras no estaba de servicio, puso varios almohadones de espuma plástica, recubiertos de tela, sobre un ducto de ventilación, en la cubierta inferior, para poder descansar más cómodamente.

Mientras el tercer piloto descansaba, los otros dos despegaron y tuvieron el primero incidente, cuando tuvieron que realizar la maniobra de reabastecimiento de combustible de forma manual luego de un error en el piloto automático. Una hora más tarde, el comandante del bombardero mandó a descansar al segundo piloto, haciendo que el tercero, que descansaba sobre los almohadones, subiera a la cabina
de vuelo.

Como en muchos accidentes, en este punto se sumaron varios factores. En primer lugar, el tercer piloto no quitó los almohadones, hechos de material combustible, de los ductos de calefacción. Esto era una práctica normal, en gran medida porque se suponía que el aire que cargaban no podía encender el plástico. Sin embargo, aquí entró a jugar la mala suerte. Como hacía mucho frío, el tercer piloto, una vez en la cabina, aumentó el nivel de aire caliente que se tomaba de los motores para calefaccionar el avión. El sistema debía bajar la temperatura del aire lo suficiente como para no quemar; sin embargo, por un desperfecto, ese aire supercalentado no fue enfriado y circuló por los ductos a altas temperaturas.

Esto hizo que los almohadones de espuma plástica se encendieran, en un sitio donde no había nadie que pudiera verlos y dar la alarma rápidamente. Cuando uno de los tripulantes olió a plástico quemado, todos buscaron el incendio, que fue descubierto por el navegador luego de un buen rato de búsqueda. Intentó apagarlo, pero luego de agotar dos extinguidores, quedó claro que el incendio no pararía de crecer.


Luego de seis horas de vuelo, a 140 km de la base aérea de Thule, el comandante del bombardero declaró una emergencia en vuelo. Informó de la situación a la base y pidió permiso para hacer un aterrizaje de emergencia. La situación era desastrosa: en pocos minutos se habían agotado todos los extintores de incendio, sin lograr apagar el fuego. El sistema eléctrico estaba muerto debido a los cables quemados y el humo era tan espeso y abundate que los tripulantes en la cabina no podían ver sus instrumentos.


Esto hizo que el capitán comprendiera que ni siquiera podría aterrizar de emergencia la nave, y ordenara abandonarla para preservar la seguridad de su tripulación. Cuando el tercer piloto vio tierra, y quedó claro que estaban casi sobre la base aérea, los cuatro tripulantes que no estaban en los mandos se ejectaron, seguidos luego por los dos pilotos en la cabina. El segundo piloto, que estaba de descanso y no tenía asignado un asiento eyectable, murió cuando intentó saltar en paracaídas a travésde una de las escotillas inferiores. El B-52 era tristemente famoso por ser uno de tantos aviones que, en esa época, discriminaban fatalmente a parte de su tripulación al no darle las medidas de seguridad adecuadas en caso de tener que abandonar la nave.

Fotografía aérea del lugar del impacto:
arriba puede verse el mismo, así
como el recorrido del B-52 en el hielo.


Luego de esto, la aeronave, ya sin control, continuó volando con curso norte, para luego dar una vuelta de 180º y caer sobre una gran masa de hielo marino a casi 12 kilómetros de la base Thule. Como en Palomares, las bombas de hidrógeno no detonaron debido a que habían sido diseñadas para no hacerlo en casos de impacto. Sin embargo, el choque fue lo suficientemente fuerte como para detonar el explosivo convencional que rodea al material fisionable. De esta manera, cuatro bombas de 1 megatón esparcieron material radioactivo por una amplia zona. Para colmo, la enorme cantidad de combustible que el avión cargaba ardió durante casi seis horas, derritiendo el hielo y haciendo que parte de los escombros y las municiones se hundieran en el océano.

Afortunadamente, los seis tripulantes que se eyectaron fueron rescatados sanos y salvos, en gran medida gracias a que cayeron cerca de la base y a la pericia de los equipos de rescate, que tuvieron que usar trineos tirados por perros.

Sin embargo, en el sitio del choque el panorama era desolador. Una vista aérea reveló que solamente quedaban los seis motores del bombardero, una llanta y algunos restos dispersos sobre el hielo ennegrecido por el impacto. Como las bombas no aparecía, rápidamente se dio a conocer el incidente como un código Flecha Rota.

Con el tiempo se vio que la cuestión era todavía peor. Resultaba obvio que el avión había comenzado a desintegrarse antes del impacto: muchos componentes se encontraron en un gran área, antes del sitio del choque. Esto aumentaba el área que había sido contaminada, ya fuera por combustible o por material radioactivo. En ciertas zonas, la concentración de plutonio, por ejemplo, era de 380 miligramos por metro cuadrado.

Urgentemente, las autoridades estadounidenses y danesas iniciaron una operación de limpieza. Se aproximaba el verano, época en que mucho del hielo de la zona se derretiría, esparciendo material contaminante por una zona todavía mayor. En esta operación se vertieron una gran cantidad de recursos científicos, humanos y logísticos, construyéndose dos carreteras de hielo para movilizar equipo y retirar los escombros, un helipuerto, y una base provisional con generadores y todo tipo de instalaciones de medición y descontaminación.

Todo conspiraba contra ella: las temperaturas eran tan bajas que las baterías de los equipos duraban mucho menos, lo que implicó tener que modificarlos para guardar las baterías debajo de los abrigos. Con temperaturas de entre -40º y -60º, nada era sencillo, sobre todo teniendo en cuenta que, hasta mediados de febrero, la zona estaba en época de noche polar, es decir, que no había luz solar, sino una constante oscuridad que duraba semanas.

Todos estos esfuerzos rindieron frutos. Los daneses exigieron que todo el hielo que hubiera tenido contacto con material radioactivo fuera retirado y llevado a EEUU para su tratamiento; esto incluía principalmente a la zona del impacto. Las autoridades estadounidenses aceptaron: eran concientes del enorme problema diplomático que tenían en sus manos, sobre todo teniendo en cuenta que este tipo de operaciones eran secretas. De pronto los ciudadanos estadounidenses no sólo descubrían los sobrevuelos nucleares sobre Groenlandia, sino que veían cómo un accidente similar al de Palomares volvía a suceder, dos años después.

Para cuando terminó la operación, cerca de 700 personas de EEUU y Dinamarca habían trabajado codo a codo durante nueve meses, a veces sin contar con protección contra la radiación o sistemas de descontaminación. Poco más de 2.000 metros cúbicos de agua contaminada, además de una treintena de tanques conteniendo restos del avión y otros elementos, con diversos grados de contaminación, fueron recolectados. La operación terminó oficialmente el 13 de septiembre de 1968, cuando el último tanque fue cargado en un buque con destino a los Estados Unidos. Se estima que la operación costó en la época cerca de 10 millones de dólares, lo que ahora serían unos 62 millones al ajustarlos por inflación. Los resultados dejaron contentos a ambas partes: se calcula que el 93% del material radioactivo fue recuperado.

Sin embargo, una duda quedaba sin resolver: ¿donde estaban las bombas? La gran mayoría de los informes sobre el choque y lo que siguió fue clasificado, de manera que por muchos años nada se supo más allá de las afirmaciones militares estadounidenses. En 1968, el Comando Aéreo Estratégico de EEUU, que tenía a su cargo la flota de bombarderos nucleares, había afirmado que las cuatro habían sido destruidas. Sin embargo, hacia finales de los 80's y en 2000, hubo reportes que llegaron a la prensa danesa, en los cuales se decía que una de las bombas seguía perdida. En 2008, la BBC examinó documentos desclasificados y afirmó, en un reporte, que a las pocas semanas del accidente, los investigadores se dieron cuenta de que solamente tenían material correspondiente a tres bombas.

Esto coincide con los intentos, aparentemente infructuosos, de búsqueda que se realizaron en la zona. A pesar de contar con los medios más avanzados de la época, la zona era extremadamente compleja, y los problemas técnicos y climáticos no facilitaban las cosas. Los reportes hablan de una gran cantidad de piezas recuperadas, pero no las suficientes como para armar las cuatro bombas.

Aunque existen también reportes que niegan lo expresado por la BBC, lo cierto es que no es descabellado pensar que parte de al menos una de las bombas haya quedado en una zona inalcanzable, incluso con los medios con los que se cuentan actualmente.



Chrome Dome y sus Flechas Rotas: las consecuencias

Varias fueron las consecuencias del accidente en Thule. A la corta, significó el fin inmediato del sistema de alerta que planteaban los B-52: era imposible mantenerlo teniendo en cuenta los riesgos operacionales y políticos que implica el sobrevuelo de Thule con armamento nuclear. Por otra parte, demostró que era extremadamente peligroso: ¿qué hubiera pasado si el avión se hubiera estrellado sobre la base, o si el aterrizaje de emergencia planeado hubiera fallado? Incluso si las bombas no hubieran detonado su carga nuclear, la explosión y destrucción, sumado a la radiación y a la desaparición de las señales radiales de la base y del bombardero, hubieran hecho pensar a los EEUU que la URSS estaba por atacar. En el clima de paranoia de esa época, eso hubiera significado guerra nuclear.

Pero la principal consecuencia del accidente fue el inmediato cierre de la Operación Chrome Dome, que ya había costado dos escándalos internacionales de grandes proporciones, además del costo político interno y el económico a causa de los esfuerzos de descontaminación. Esta fue, tal vez, la decisión más sensata que salió de aquella aventura logística bastante arriesgada.

En el mediano y largo plazo, los incidentes de Palomares y Thule implicaron un rediseño del armamento nuclear utilizado por EEUU. En ambos casos, los sistemas de seguridad habían funcionado: no se habían producido detonaciones nucleares debido al impacto, incluso cuando este había sido muy fuerte. Sin embargo, ese impacto había detonado los explosivos convencionales, creando grandes cantidades de contaminación radioactiva.

Las investigaciones llevadas a cabo concluyeron que los explosivos de alto poder utilizados en estas bombas no eran lo suficientemente estables, químicamente hablando, para soportar ese tipo de situaciones. Además, los sistemas eléctricos habían fallado debido al fuego, permitiendo que las conexiones tuvieran cortocircuitos. Estos descubrimientos llevaron al desarrollo de una nueva clase de explosivos, capaces de soportar grandes impactos sin detonar, así como nuevos tipos de cápsulas para encerrar las bombas atómicas.