
Todas incluían el sonido. Y para escuchar bien, nada mejor que un buen par de orejeras.
Con una estructura de tela y madera, los aviones de la época eran frágiles. No tenían cabinas presurizadas, de manera que volaban relativamente bajo, ya que no podían elevarse a alturas en las que el aire fuera escaso. Además, los motores tendían a ser grandes y generalmente ruidosos: no había espacio ni capacidad de carga para carenarlos bien o ponerles pesadas cubiertas que eliminaran el ruido. Por lo que, si uno tenía un oído en el cielo, podía llegar a escuchar, con cierta anticipación, la llegada de una escuadra enemiga. Incluso, con algo de suerte, a un avión solitario.
De manera que rápidamente, muchas naciones comenzaron a experimentar con todo tipo de implementos que pudieran aumentar la capacidad auditiva de los vigías. Estos iban desde aparatos individuales, como los de la figura a la derecha, como otros, más aparatosos y menos portátiles, que parecen todavía más chistosos:
La eficacia de estos aparatos era muy relativa, ya que el viento, la diferencia de temperaturas en capas del aire, la humedad y otros factores hacen que el sonido viaje más lento, se disperse o rebote, lo que muchas veces no ayudaba en nada. Sin embargo, como suele decirse, estos aparatos eran mejor que no tener nada.
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