Por décadas, muchos especularon con que Hitler había tenido un final diferente del que contaba la historia oficial. Según numerosos testigos presenciales, tanto él como su amante se habían suicidado, y él había dado órdenes previas de que su cuerpo fuera totalmente destruido para evitar que fuera capturado por los soviéticos. En su memoria estaba fresco el brutal maltrato que el cadáver de su colega Mussollini y el de su amante habían recibido en Italia, después de ser muertos en la horca.
Siguiendo sus órdenes, los dos cuerpos fueron cremados improvisadamente en una fosa rellenada con combustible, mientras las últimas bombas soviéticas daban fin a la guerra. El lugar, a pocos pasos de su bunker personal, fue luego rellenado con tierra. Igual suerte corrió su ministro de propaganda Goebbels, su esposa y sus hijos, asesinados por la pareja en una de las últimas tragedias de la guerra.
Al llegar las tropas soviéticas a Berlín, muchas acontecimientos quedaron en el secreto absoluto, o en uno borroso. Se manejaron numerosas hipótesis que decían que Hitler no había muerto y había escapado, con o sin la connivencia aliada, a Argentina o a Suiza. Todas estas teorías de conspiración tenían poco sustento, y estaban basadas en testigos poco confiables, suposiciones sobre textos ambiguos o cualquier otra cosa: el asunto central era que el cuerpo de Hitler nunca había aparecido. Los testimonios de la secretaria de Hitler (sobre los cuales se hizo un documental y se basó la célebre película La caída, que relata los últimos días de la Alemania Nazi) y de muchas otras personas eran sólidos, pero la realidad era que difícilmente todo el cuerpo del dictador podría haber desaparecido de esa manera.
Después de muchos años de especulación, y con la caída del régimen soviético, lentamente comenzaron a aparecer datos y rumores. Hacia finales de 2002, el Servicio Federal de Seguridad (FSB, heredero de la KGB soviética) colaboró en la realización de un documental en el que se seguían los últimos rastros del dictador. En este documental, se mostraban documentos que marcaban que en sus archivos existían partes del cráneo de Hitler, incluyendo parte de la mandíbula. Comparando los documentos alemanes y los soviéticos y examinando estos fragmentos óseos, un experto forense pudo asegurar con gran certeza que debían corresponder a Hitler. Como el dictador no tuvo descendencia y muchos de sus parientes habían muerto o se habían cambiado el nombre, no había material genético que comparar, de manera que el FSB restringió su colaboración a mostrar los documentos y los huesos.
Todo quedó así por unos años, hasta que en los primeros días de diciembre de 2009, Rusia finalmente reveló que las autoridades soviéticas habían ordenado destruir totalmente los restos de Hitler y de las personas que lo acompañaron a la tumba aquél día de 1945.
Como en muchas de las historias relacionadas con esta guerra, todo tuvo lugar de manera misteriosa y retorcida. Según los registros soviéticos, el 5 de mayo de 1945 agentes del contraespionaje comunista encontraron la fosa donde yacían los restos de los jerarcas nazis y sus familias. El 16 de junio de ese año, después de una rápida e intensiva investigación, se le presentó a Josef Stalin un informe que incluía datos sobre todo lo encontrado, la certificación de la muerte de Hitler junto con los testimonios recopilados a los testigos capturados y los análisis de los restos. Nada de esto se hizo público.
Como en 2002, todo indica que los cadáveres fueron identificados por sus registros dentales, la única manera que existía en esa época. Para garantizar la autenticidad de todo el asunto, las piezas usadas en la identificación forense fueron enviadas al organismo de espionaje precursor de la KGB, y pasó a formar parte de sus archivos. Un fragmento de su cráneo se guardó en otro archivo estatal. Ambos fragmentos todavía están guardados en estos lugares.
Tal como no quería el dictador alemán, lo que quedaba de su cuerpo siguió en posesión de los rojos. Los demás restos fueron enterrados provisionalmente en un bosque cerca de la ciudad germana de Rathenow, más o menos en la fecha en la que Stalin recibió el informe mencionado. Estos restos permanecieron allí, ocultos en una fosa común, hasta el 21 de febrero de 1946. En esa fecha, quizás para evitar que fueran descubiertos, se los trasladó a un lugar secreto de una base militar dentro del sector soviético de Alemania: el número 36 de la calle Westendstrasse, en la ciudad de Magdeburgo.
Los restos descansaron entonces, pero sólo hasta 1970. El 13 de marzo de ese año, el jefe de la KGB, Yuri Andropov, pidió permiso a sus superiores para destruirlos totalmente. Nuevamente, la idea era evitar que el lugar pudiera ser saqueado o se convirtiera en un sitio de peregrinación y adoración al sangriento líder, por parte de simpatizantes neonazis.
El pedido fue autorizado, llevándose a cabo en el mismo día la exhumación y la destrucción de los restos, el 4 de abril de 1970. En un descampado cerca de Schönebeck, a 11 kilómetros de Magdeburgo, sin ninguna ceremonia ni nada especial, se armó una gran fogata, a la cual fueron arrojados los restos del líder del Tercer Reich y sus compañeros de tumba. Según los informes, se alimentó la fogata hasta que sólo quedaron cenizas, y luego estas fueron arrojadas al río Biederitz. Sólo entonces, irónicamente, el pedido de Hitler se concretó, pero a cargo de sus enemigos.
Aunque las citadas piezas del cuerpo de Hitler siguen estando en archivos rusos, muchas otras cosas relacionadas a su muerte han desaparecido o están a punto de desaparecer. Un ejemplo es el bunker en donde pasó sus últimos días y se suicidó: actualmente está sepultado debajo de un estacionamiento de una tienda como cualquier otra, y muchos berlineses ni siquiera conocen el dato. Muchos otros edificios importantes que fueron frecuentados o construidos por órdenes de Hitler han sido ya destruidos por los soviéticos o por los alemanes, y muchos otros permanecen sepultados accidentalmente o por otras causas.
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