Mucho se ha hablado sobre cómo la ametralladora revolucionó el campo de batalla en la Gran Guerra, y cómo los ejércitos de ambas partes no supieron comprender esto a tiempo para cambiar sus tácticas. Y es que, además de terriblemente potentes, las ametralladoras de la época eran también extremadamente confiables.
La Vickers inglesa probó sin duda de lo que estaba hecha en la batalla del Somme de agosto de 1916, cuando diez de estas ametralladoras dispararon de manera ininterrumpida durante 12 horas. En este período se dispararon casi 1 millón de cartuchos (se dice que faltaron solamente 250 para llegar a este cifra), y las únicas interrupciones fueron para el mantenimiento mínimo (aceitado y cambio de cañones desgastados, principalmente). Se gastaron unos 100 cañones, y cuando se terminaron los 50 litros de agua disponibles para el sistema refrigerantes, los servidores de las piezas sencillamente utilizaron su propia orina.
El modelo utilizado por los franceses, la Hotchkiss, también demostró lo suyo en esa época. En la defensa de Verdún de ese mismo año, dos de estas ametralladoras dispararon de manera continua durante casi diez días (como en el caso anterior, deteniendose obviamente para recargar y cambiar cañones desgastados y aceitar el arma). Como en el caso inglés, salvo algún encasquillamiento aislado, las máquinas continuaron funcionando perfectamente.
Por otra parte, el modelo alemán, la Maxim, no tiene nada que envidiarle. De ella, de hecho, se derivó la Vickers, y por muchas décadas, la Maxim fue utilizada por muchos países en grandes cantidades, incluso en la Segunda Guerra Mundial. Sirvió en zepelines alemanes y en todo tipo de montajes portátiles para los soviéticos, chinos y otros países hasta la década de 1950, y hasta se la pudo ver en servicio en la guerra de Vietnam por parte de guerrilleros y tropas comunistas.
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