En 1904, al iniciarse la guerra ruso-japonesa, el vicealmirante Zinovy Petrovich Rozhesvensky fue puesto a cargo de la flota rusa del Báltico, que debía llegar hasta Japón para atacar a sus fuerzas. Se le dio el cargo debido a su experiencia y carácter, el cual, sin embargo, se vio afectado drásticamente por la misión encomendada.
La titánica tarea era obviamente imposible para la época y la situación del país, y es una muestra del desprecio a la realidad que tenían el Zar. A lo largo de las 18.000 millas de recorrido, no había una simple base que pudiera ser utilizada, lo cual obligaba a sus naves a depender de buques carboneros que les transfirieran el combustible en alta mar (una tarea complicada, sucia y peligrosa, que dejaba muy cansada a toda la tripulación).
Otro grave problema era la mezcla de naves. La mayor parte de la flota estaba comprendida por buques antiguos, en una época en la que los diseños hechos de acero estaban reemplazando definitivamente a los barcos de madera. Mientras tanto, las mejores naves eran los nuevos acorazados de la clase Borodino, que no habían sido probados en alta mar.
Las tripulaciones eran, por línea general, poco experimentadas; por si fuera poco, la antigüedad de las naves y su peso (teniendo que viajar totalmente cargadas de carbón) reducía la marcha de la flota a 9 nudos. Para colmo, la ruta a recorrer, cerca del Círculo Polar Ártico, estaba llena de peligros para la navegación.
No es de extrañar entonces que el vicealmirante se sumiera en una gran depresión, pues sabía que él y todos sus hombres estaban casi condenados. La flota japonesa que los esperaba era más moderna y experimentada; a pesar de los prejuicios hacia los orientales, éstos habían aprendido mucho y eran, después de todo, un pueblo marinero. Los artilleros japoneses practicaban a diario, y utilizaban munición mucho más confiable, además de contar con los mejores sistemas de la época para apuntar los disparos.
La depresión del vicealmirante se entiende mejor, sin embargo, si nos tomamos tiempo para ver las experiencias que sufrió durante el viaje, en las que confirmó completamente sus más profundos temores.
La masa de los barcos era tan importante que no sólo comprometía su velocidad, sino también su estabilidad, en uno de los mares más difíciles de navegar. Rozhesvensky tuvo que dar órdenes de no izar banderines y estandartes en los palos, a excepción de los imprescindibles, para evitar que los barcos volcaran. Tampoco se podía llevar armamento secundario en las cubiertas más altas.
Mientras todavía estaban en el Báltico y el Mar del Norte, lejos de Japón, la moral estaba tan baja que los vigías veían torpederas japonesas por todas partes. Debido a este nerviosismo, la flota rusa del Báltico comenzó a hundir a sus primeras víctimas: algunas naves de una flota pesquera de arrastre británica, un barco mercante sueco, un pesquero alemán y una goleta francesa, contra las que se dispararon más de 300 obuses antes de que esta se hundiera.
Enterado de estas noticias, en San Petersburgo se animaron a enviarle refuerzos. Cuando el vicealmirante se enteró de que le estaban enviando barcos aún más viejos e inútiles, dio órdenes de aumentar la velocidad para que no los alcanzaran.
Como la flota había partido de apuro, y los buques más modernos eran demasiado nuevos, las prácticas de artillería tenían que ser realizadas en alta mar, durante la travesía. En una de estas prácticas, el sufrido Rozhesvensky, famoso por su puntería cuando era un joven oficial, vio como sus destructores no acertaron ni uno sólo de varios blancos estacionarios; finalmente, cuando los buques se reagruparon, se descubrió que sí le habían acertado a algo... El barco que remolcaba los blancos.
Luego de esto llegaron las prácticas con torpedos: como faltaban los últimos libros de códigos, los destructores los lanzaban en las más insólitas direcciones. Se cuenta que, de seis torpedos lanzados, uno se atascó, dos viraron 90º y se estrellaron en el puerto, otros dos se mantuvieron en rumbo pero no acertaron, y el último se sebó y comenzó a dar vueltas en círculos mientras se sumergía y emergía del agua, aterrorizando a toda la flota.
Si todo esto no era suficiente para mantener baja la moral de oficiales y marinería en general, al ya deprimido vicealmirante Rozhesvensky le dijeron que, después de vencer a la flota japones, debía volver a Rusia para ser relevado, pues se le culpaba directamente de todos los problemas que su flota había experimentado en la bizarra travesía.
En la batalla de Tsushima, la flota japonesa del Almirante Heihachiro Togo destruyó dos tercios de la flota rusa. Apenas unos pocos buques enemigos pudieron escapar. Rozhesvensky fue herido y luego capturado, y su segundo al mando rindió la flota a los japoneses para evitar una matanza mayor. En el interín murieron 4.830 marinos rusos, y 5.917 fueron hechos prisioneros: los japoneses apenas perdieron tres buques torpederos y 117 muertos.
Una vez regresaron a Rusia, los dos oficiales superiores pasaron por una corte marcial, en la cual Rozhesvensky asumió toda la responsabilidad, aunque su segundo al mando había sido el responsable de la rendición. Aunque fueron condenados a muerte, el Zar conmutó sus penas y las de sus oficiales inferiores.
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